viernes, 6 de julio de 2012

De fobias: los disfraces infantiles y circunstancias

Queridos lectores que me sufren:

Voy a soltar una perla de las impopulares pero qué le vamos a hacer, este es mi blog mientras no me lo quieran comprar por una buenísima oferta.

No me gustan los disfraces infantiles, ni las fiestas en las que se disfrazan los niños y ya en el top ten de los odios furibundos se encuentran los concursos de supuestas habilidades (con disfraz al canto incluído) infantiles.

Ya está, ya lo he dicho.

Y ahora acoto. Yo fuí una niña raruna que leía muchísimo, pedante hasta la hartura, y cursi como no había dos. Era feliz ante la perspectiva de pasarme el dia disfrazada y alicatada hasta el techo de princesa purpurinada y zapatos de tacón robados a mi madre.

Mi hermana pequeña me miraba con compasión mientras trepaba a un árbol a cazar pajaricos vestida del chico que quería ser mientras yo la contemplaba desde el suelo soltando majaderías edulcoradas con toques de varita mágica (purpurinada). Todo muy brillante y con mucho lazo.

Esto lo digo porque mi hermana y yo, en igualdad educativa, cada una salió por un extremo bien distinto, en elección propia. Yo tenía que pelear duro por ser la más cursi porque en casa no se alentaban esos comportamientos precisamente, pero tuve de aliada a mi abuela que era muy fan de los brillos.

Ahora resulta que soy madre de una churumbela de tres años y me toca enfrentarme al poder de atracción que ejercen las fiestas infantiles del cole con sus disfraces y así, llega San Isidro, y te ves a todas las nenitas que no levantan un palmo del suelo vestidas de chulapa porque a su mami les hace mucha gracia. La nena en cuestión ni pincha ni corta. La visten de chulapa, de pastora, de virgenmaría, de guisante o de lo que a su madre se le ponga entre ceja y ceja sí o sí.

Yo no quiero que me hija me divierta. Quiero que se divierta, que no es lo mismo. Y conozco criaturas que con el moco colgando se querían quitar el vestidito de marras mientras su mamá la regañaba porque lo tenía que llevar porque "mírala, qué graciosa está". A mí no me hace gracia disfrazar a un niño si no lo quiere él.

Pero el colmo del despropósito es que no sólo te empeñes en vestir a tu hijo de calabaza, sino que te lo lleves a un concurso a hacer monerías para que el personal se admire de un talento que se lo has metido a calzador, fruto probablemente (digo probablemente, que también hay niños prodigio por ahí) de tus propias frustraciones.

Sé que llegará el día que mi Lola se extasíe ante un escaparate de los chinos y reclame a gritos su dosis de poliésteres de chillones colores y marabúes y bisuterías. Lo sé. No crean que no soy consciente. Y claudicaré. Pero que lo elija ella porque le ha llegado el momento de sumergirse en el mundo de la crinolina cruel made in lentejuela country, no porque deba satisfacerme a mí por muy su madre que sea.

Y esto lo dice una que se pasea por su casa con una diadema con orejas de ratón.

 Qué mal ejemplo soy.