jueves, 11 de octubre de 2012

Del miedo



Cuando Lola nació y nos tuvimos que volver del  hospital a casa con ella, comprendí que el resto de mi vida iba a tener miedo. Un miedo permanente y mutable, un miedo nuevo que brota tal que pares y que ya nunca más te abandonará. Es el miedo de traer un hijo al mundo y a ver qué chingados haces para que sea feliz el mayor tiempo posible. Y que esté calentito. Y que haya comido suficiente. Pero no demasiado. Y…
-       -   Respira?
-          - Claro que respira¡, cómo no va a respirar?
-          - Es que no la oigo respirar…
-          - Porque tiene dos días de vida y sus pulmones aún no hacen ruido de coche viejo, quieres dormirte tranquila que son las 4 de la mañana?
Y te acuestas, tratando de calmarte. Claro que respira, mujer. Si es un roble esta niña¡. Respira como un… como un… coño, que se ha parado¡¡ y enciendes la luz, alarmada, esta vez segura, sí, pasa algo malo, malísimo, y gritas:
-         -  NO SE MUEVE¡¡¡
-         -  Joder, me cagoen… porque está dormida¡
-         - 
La arropas tratando de incomodarla suavemente y que te de esa señal, sí, pequeña, estás viva? Díselo a tu mami… y la Lola gruñía y ya, me volvía a acostar en paz hasta cinco minutos después que empezaba de nuevo la auditoría de supervivencia. He llegado a ponerle un espejo bajo la nariz, amigos.
Eso por las noches.
Pero por el día era un acarreo de niña por todos lados, no fuera que la perdiera de vista por un nanosegundo y se escapara por el balcón descolgándose de las sábanas de ositos bordadas. Si me iba a la ducha, allá que llevaba a la Lola en su hamaquita. Y me lavaba con la cortina descorrida, por supuesto, para vigilar que no saltara sobre ella ningún frasco de perfume o el bodymilk y la atacara. Porque esa es otra.
La capacidad que me he descubierto imaginando desgracias sin límite a cual más absurda… a mí me viene cualquier a de mis amigas y me dice que tiene miedo de las cosas que detectaba yo como peligros realísimos y la mando a López Ibor de cabeza y además, la insulto.  Pero ay, es dar a luz y la sensatez  se va al mismo sitio que tu talla de pantalones antes de convertirte en madre: a la extinción más absoluta.
Si llovizna, yo veo rayos caer sobre el cochecito donde mi retoño sonríe complacida. Cuando estoy esperando que cambie a verde el semáforo a una distancia de no menos de un metro del asfalto, visualizo un coche conducido por un cuasiadolescente bakala bien dopado subiendo por la acera y atropellándonos a 200 kilómetros por hora. Cuando acuesto a mi pequeña, advierto la presencia de un ser maligno que se la quiere llevar de souvenir al averno. Y sí, miro debajo de la cama y detrás de las cortinas.

Mi chico al principio trataba de calmarme y aplicar la lógica, tratando de demostrar que era imposible que se cumplieran mis vaticinios, a cual más espantoso y mortal. Luego me miraba con compasión, meneando la cabeza de un lado a otro silenciosa y elocuentemente. Ahora, cada vez que verbalizo un ramillete de los peligros que acechan a mi hijita, me pregunta qué hay que comprar para largarse corriendo. 

En fin, amigas, sé que vosotras me entendéis. 

En la foto, anoche a la hora del baño. El perro por si vienen los ladrones a hacernos una visita y el rifle a modo de pararrayos, que me han dicho que es muy eficaz.